Las reglas son necesarias.
Marcan cualquier tipo de relación.
Pero saltárselas mola mucho.
Sobre todo, cuando las reglas son una idiotez.
Y no te imaginas la cantidad de reglas estúpidas y contraproducentes que guían los designios de muchas empresas.
Andrew Matheson, en el inicio de su libro “ Te potaría encima, la desastrosa historia de los Hollywood Brats, el grupo de punk que se adelantó a su época pero pereció en el intento” recuerda las cinco reglas “esculpidas en granito, sacrosantas e inviolables, para crear un grupo perfecto.”
Seamos indulgentes con Andrew y las 18 primaveras que a principios de los 70 le llevaron a perfilar este necio código en un estilo un poco burdo, sexista e ingenuo. Estos eran sus cinco mandamientos.
- Cuatro o cinco miembros como máximo. Ni saxo ni sección de viento ni teclados ni empollón con sintetizador Moog ni coristas ni nada. Dos guitarras, un bajo, una batería y un cantante. Punto. Pensar en los Beatles, los Kinks o los Who si vais a ser cuatro, y en los Stones si vais a ser cinco.
- El cantante se dedica a cantar. Y punto. Nada de colgarse una guitarra del cuello a mitad de concierto y rasgar unos cuantos acordes de cowboy para que vean que él también sabe tocar, nada de sentarse al piano e interpretar una o dos baladas conmovedoras, y desde luego, nada de tocar la pandereta. Y por Dios santo, nada de sostenerse sobre una sola pierna chupando una flauta y jadeando por ella como el vagabundo ese de Jethro Tull. Si no queda otro remedio, una sacudida de maracas, pero solo durante un fragmento de canción para luego dejarlas a un lado. Cuando a un cantante no se le ocurre qué hacer consigo mismo durante el solo de uno de sus compañeros, debería ir pensando en ponerse a trabajar de cajero en un banco.
- Una melena estupenda -y lacia- es un requisito imprescindible e innegociable. Cuando uno de los miembros del grupo empieza a tener entradas, hay que poner un anuncio buscando su sustituto en el Melody Maker inmediatamente. Si tiene unos rizos naturales demasiados tupidos o -Dios no lo quiera- una permanente, vergüenza debería darte haberlo metido en el grupo de entrada. Sobre este punto hay que ser inflexible: los sombreros no funcionan.
- Nada de vello facial. Las chicas o al menos aquellas a las que uno se dignaría a meter mano, no se desmayan viendo a los Grateful Dead. Jerry García no es la idea de chico de calendario que tenga ninguna chica que se haya duchado recientemente y que esté en sus cabales.
- Nada de novias. Son cancerígenas para el espíritu de equipo. Reducen la vigencia sexual colectiva del grupo y son capaces de retorcerle el cerebro a un triste bajista hasta hacerle pensar que deberían contratarle para grabar un triple álbum en solitario y hacer apariciones estelares en Las Vegas. Se puede resumir en dos palabras: Yoko y Ono.
Sigo considerando válidas estas reglas, pero, cosas del destino, la mayoría de ellas nos las saltamos.
No. No quiero analizar estas reglas.
Dios me libre.
Me interesa más el último párrafo y su aplicación a muchos otros escenarios más comunes y cercanos.
Cuando tenemos un problema buscamos, o deberíamos buscar, una solución.
Y cuando esta se encuentra, en muchas ocasiones en modo de “reglas”, parece que ya estamos cerca de la salvación.
Pero, ¿Por qué a menudo resulta tan complicado seguir estas reglas que con tanto mimo y esmero hemos diseñado o descubierto?
La mayoría de las personas con sobrepeso saben perfectamente qué reglas deben seguir para adelgazar.
Muchos vendedores que venden poco saben qué tendrían que hacer para “cambiar su suerte.”
No son pocos los directivos con problemas de liderazgo que suelen conocer qué deberían hacer para darle la vuelta a la situación.
Muchos, con o sin ayuda externa -depende de la magnitud del problema, de su sentido común y de alguna otra variable- averiguan las reglas del cambio, descubren el camino adecuado.
¿Entonces, por qué nos las saltamos?
Puede que me tire piedras sobre mi tejado pero, a veces aunque descubramos las reglas “buenas” no siempre es suficiente.
Incluso aunque, como el bueno de Andrew, ellos mismos las diseñen, aunque se las crean, aunque parezcan -e incluso estén realmente- comprometidos, no logran seguir las reglas.
Y, por favor, no me hablen de motivación.
No es tan sencillo.
Ni tan ñoño.