Escrito por Eduardo Rosser

Sin avisar, los Beatles entraron en mi habitación.

Si, ya lo sé.

Estamos todos un poco pesados con los Beatles.

Perdón.

La explicación/excusa es sencilla.

Cualquiera que haya visto el deslumbrante documental de Peter Jackson es lógico que no pueda pensar en otra cosa.

Bueno, cualquiera con un poco de sensibilidad, claro.

Hoy te comparto un fragmento del libro “Ropa música chicos” de Viv Albertine donde habla sobre cómo los 4 de Liverpool entraron en su vida.

De paso nos habla de otras cosas bigger-than-life.

¿El significado de la vida escondido en los surcos de un disco de vinilo negro?

Estoy en casa de Kristina, mi niñera. Es la primera vez que entro en el dormitorio de una chica mayor. No hay muñecas ni ositos de peluche por ningún lado. Sobre su cama descansa un «gonk», un almohadón rojo y redondo con un largo flequillo de fieltro negro, que no tiene boca pero sí unos pies grandes. La colcha de la cama es violeta y ha pintado los muebles también de violeta. En el centro de la habitación, en el suelo, hay un tocadiscos, una cajita compacta forrada de cuero sintético blanco que se parece un poco a un neceser. A su alrededor se encuentran esparcidos unos sobres de papel cuadrados con un círculo recortado en el centro.

Kristina abre la tapa del tocadiscos, saca un disco negro y brillante como un caramelo de regaliz de una de esas fundas de papel, lo inserta en el pincho que hay en medio y, con mucho cuidado, deposita un brazo de plástico encima de los surcos. Se oye un suave traqueteo. No tengo ni idea de lo que va a pasar a continuación.

Del pequeño altavoz surgen de golpe las voces de unos chicos: «¡Can’t buy me love!». Sin previo aviso. Sin preámbulos. Entraron de repente en la habitación. Son los Beatles.

No muevo un solo músculo mientras dura la canción. No quiero perderme ni un segundo de esa música. Escucho con todo mi ser. ¡Las voces están tan vivas! Me encanta que no acaben de pronunciar la palabra love, la dejan a medias y la terminan con una especie de gruñido. La canción avanza sin tregua y solo se detienen una vez para lanzar un chillido. Sé lo que significa ese chillido: ¡Despierta! ¡Hemos llegado! ¡Vamos a cambiar el mundo! Me siento como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Me burbujea todo el cuerpo.

Cuando termina la canción Kristina le da la vuelta al disco. ¿Qué está haciendo? Y pone la cara B: «You Can’t Do That». La canción me traspasa el corazón y siento que nunca me recuperaré de la impresión. La voz de John Lennon es tan cercana, tan real, es como si estuviera allí, en el dormitorio. Tiene la voz de un chico normal, no canta haciendo gorgoritos pretenciosos ni con armonías almibaradas como las cosas que papá y mamá escuchan en la radio. Usa un lenguaje cotidiano para decirme a mí, su novia, que pare ya de hacer el tonto. Puedo sentir su dolor, puedo sentirlo en su voz un poco ronca; no logra disimularlo. Oscila entre la amenaza arrogante y la vulnerabilidad, intentando hacerse el duro, pero descontrolándose de vez en cuando. Y todo por mi culpa. Un chico así me hace sentir importante. Es algo embriagador. Me muero de ganas de poder decirle: Siento mucho haberte hecho daño, John, no volverá a pasar. Siento un cosquilleo entre las piernas, me gusta. Pongo la canción una y otra vez durante una hora hasta que Kristina no puede soportarlo más y me lleva de vuelta a casa.

Ya me sé «You Can’t Do That» de memoria y la voy cantando para mis adentros mientras paso la mano por el borde de los setos, barriendo las hojas y hundiendo la uña en el verde carnoso cada vez que llego al estribillo, «¡Ooooh, you can’t do that!». Todavía puedo escuchar la voz de John Lennon dentro de mi cabeza. No es un vozarrón intimidatorio como el de papá, sino una voz conocida y cercana, un poco nasal, como la mía. ¡Eso es! Es como yo, solo que en chico.

Voy flotando a lo largo de las calles arboladas, por delante de las casas adosadas, y a través de los cuadrados iluminados en aquellas cajitas de ladrillo vislumbro otras familias más felices que la mía. Pero hoy no siento envidia, ya no miro por las ventanas en busca de consuelo. Me deslizo bajo las farolas y los cerezos, pisando las grietas entre las losas de la acera y aplastando capullos de color rosa bajo mis sandalias Clarks. Ya no tengo tiempo para juegos infantiles. Hasta ese día siempre había pensado que la vida estaría compuesta de adultos tristes y enfadados, música aburrida, carne estofada, verduras hervidas, iglesia y colegio. Ahora todo ha cambiado: he descubierto el significado de la vida escondido en los surcos de un disco de vinilo negro.”

¿Hablamos?

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